Cada mamá tiene sus propias luchas cuando busca la felicidad de sus hijos.
Por Liliana Contreras
No me gusta -y no acostumbro- limpiar zapatos: van directo a la lavadora o, a veces, mi marido lleva un par de mis botas a bolear junto con las suyas. No he logrado hornear un pastel decente en toda mi vida, aunque siga al pie de la letra las instrucciones y mi mamá me supervise: no “esponjan parejo”. No sabría decirles en qué tienda está más barato el aguacate, ni podría decir si el primer vaso entrenador de Nicolás está libre de BPA (supongo y espero que sí). No tengo un jabón blanco para tallar las calcetas blancas y nunca, nunca, he andado remendado ropa interior de nadie.
Los domingos, nos saltamos el desayuno o la comida, según a qué hora nos despertemos. Y, lo acepto, alguna vez comimos Ruffles antes que cualquier comida (soltera y casada; sin hijos y con ellos de cómplices).
No limpio zapatos, ni remiendo ropa, ni tallo calcetas, ni comparo precios… a pesar de que, estoy segura, mi madre hizo todo lo contrario y fue un gran ejemplo para mí. Veo las dos postales. Yo, comiendo Rufles en la cama con mi hijo de tres años, sin haber desayunado. Mi mamá, horneando pizza con la salsa de tomate hecha por ella misma, para que comiéramos algo de comida “chatarra”.
Quiero creer que hay un factor común -el mínimo común- en todas las madres, por más diferentes que podamos ser en apariencia. A cada mamá nos ha tocado vivir y enfrentar distintas cosas y, en función de eso, nos esforzamos por educar a nuestros hijos de cierta manera.
Por ejemplo, mi mamá nos decía (de forma muy válida para lo que a ella le tocó experimentar): estudia algo, por si te divorcias puedas trabajar y mantenerte. Es decir, ella no veía el tan famoso desarrollo personal y profesional de la mujer, cuestiones de igualdad de género ni nada por el estilo. Para ella, nuestra profesión era un medio de subsistencia.
Por mi trabajo (atiendo niños con trastornos del desarrollo), pienso en el futuro de mis hijos y trato de darles lo mejor dentro de mis posibilidades para que sean plenos y felices. No me aterra faltar un día a clases, ni llevar el uniforme incompleto, ni que no tengan actividades extracurriculares que llenen su agenda semanal, porque he descubierto que la escuela no es lo único en la vida. Como tampoco lo es un trabajo “estable”. Aprendí, como hija y como profesionista, que lo único que se necesita para emprender es saber que todo puede hacerse si persistimos en el intento.
Cada mamá tiene sus propias luchas cuando busca la felicidad de sus hijos. Habrá quien ocupe mucho tiempo preparando comida, mientras otra de nosotras anda llevando y trayendo niños de una clase para otra. Habrá quien los deje en la estancia por horas para poder trabajar, mientras otra cambió su trabajo de maestra por el de intendente, para ir solo en fin de semana y acompañar a sus hijos el resto de los días. Está la mamá hablando maravillas de un padre ausente o aquella que ha tenido que enfrentar un divorcio después de un diagnóstico de discapacidad para su hijo. Hay una mamá, también, buscando por todos los medios la causa de inestabilidad de un hijo adoptivo, la que ha tenido que cuidar de su nieto o la que tarda horas en asegurarse que su hijo coma un poco, por alguna disfagia.
Estas luchas son genuinas. Es por eso que nadie puede decir si lo que decidimos cada día es correcto o incorrecto. Estamos acompañando a nuestros hijos mientras resuelven, quizá, nuestras mismas dudas sobre la vida. El cómo lo hacemos es un asunto personal, diario y único. Que nos cause incertidumbre, que nos quite el sueño, que nos angustie y nos haga sentir culpables a cada rato, es natural. Está en juego la salud, la felicidad y el bienestar de quienes más amamos.
¡Feliz día para todas nosotras! Y si andamos con los zapatos sucios, discúlpenos, estuvimos ocupados haciendo pozos en la tierra.