Por Liliana Contreras
Me di un mes de vacaciones. Digo “me di”, porque trabajo de forma independiente y me encuentro en un proceso de transición entre un proyecto y otro. Desde que empecé a trabajar en el 2002, no he dejado de hacerlo, más que los tres meses que estuve desempleada en el 2008, porque renuncié a mi trabajo en Puebla, para volver a vivir en Saltillo.
Este mes “de descanso” tiene sus implicaciones, tanto a nivel psicológico como práctico. Por un lado, decidí descansar este tiempo para prepararme mentalmente y resistir el difícil proceso que se avecina. Empezar desde cero un proyecto, parece fácil y, sin embargo, es un desgaste emocional constante. Esta idea me surgió después de escuchar a Jacob Barnett en Ted Talks, quien reconocía lo importante de dejar de hacer cosas por un tiempo, para poder generar después algo más innovador. Dejé la computadora, el celular, las cuentas de correo y de las redes sociales y, aunque me sentí extraña, ahora solo recibo dos que tres mensajes al día, de mis amigas o mi familia.
Para que se den una idea del resultado, en estos primeros días del año volví a soñar (o a recordar lo que sueño), a hablar dormida y a bañarme en más de quince minutos. Hice una limpieza de mis clósets (no influenciada por la nueva serie de Netflix), porque había años de ropa que no me quedaba o que estaba por de más pasada de moda; usé esa mascarilla negra, fui al salón de belleza a cortarme el cabello y, lo mejor, tomé el café caliente.
Por fin, pude volver a leer literatura y no psicología, estrené un separador de imán que me regalaron y fui de compras a Gandhi como cuando era estudiante. Con mis dos hijos al lado, tuve que dividir el presupuesto entre cuatro libros infantiles y los que yo iba a buscar, pero igual me encanta porque los veo felices de ver, “leer” o inventar una historia cada noche. ChuyCarlos quiso leerme mi libro y me recitó los números de las páginas y yo descubrí que ya se sabe los números en inglés y español.
Pude quedarme en casa al menos un día sin bañarme, sin quitarme el pijama y sin saber siquiera si la luz de la calle estaba apagada. Solo una vez me levanté tarde. Por una u otra razón no paso de las ocho en la cama, excepto esa mañana en que mi esposo fue y dejó a los niños a la escuela y me quedé dormida hasta las once. Todo un lujo despertar sin alarmas.
Me encontré encrucijada entre bordar un cohete o empezar de una vez con los paisajes, pues quiero aprender el microbordado, pero empecé de lo más sencillo: líneas de puntadas que vienen en internet, letras, flores y, después, dar el salto a una creación personal. Aún no he comprado toda la gama de colores de hilazas, pero por las peticiones de ChuyCarlos, compré seis tonos de azul y cuatro grisáceos.
Lo más difícil de lidiar en esos días fue la culpa. De que los días se me pasaron sin hacer algo provechoso; que el mes se me escapó muy rápido y hubo tanto que podría haber hecho; que en algún momento el trabajo se me acumule; que me falte considerar algún pendiente; que las cosas no salgan como las planeo; que por dormir o limpiar deje las oportunidades de lado: echar a perder todo el tiempo dedicado a mi proyecto profesional.
El celular se mantuvo tranquilo. La costumbre fue la que me llamó constantemente. Tenía razón Jacob, desprendernos de esos hábitos puede hacer surgir cosas nuevas, ver lo invisible, sentir lo olvidado. Y seguramente quedará una nueva yo. Con más energía, con más ideas, ni mejor, ni peor, solo más yo.