Por Liliana Contreras Reyes
Después de más de once años de casada, todavía creo en el amor. En este tiempo (agregado a varios años de noviazgo y otros tantos de amigos), el amor no se mantuvo estático, sino que se transformó junto con nosotros. No sé si es más o menos, lo que sí sé es que es distinto.
El tema salió en mi grupo de amigos. Algunos creen que “a nuestra edad” (casi cuarenta), ya no se busca pareja por amor, sino por cuestiones más prácticas, como compartir gastos, no estar solo, molestarse lo menos posible o tener afinidad sexual.
Sé que ya no es el amor romántico que me hacía escribir cartas a los novios de mis amigas (porque yo tenía mejor letra), ni aquél que me perseguía en el antro para sacarme dos o tres palabras o el que, sin ser novios, me ayudaba a mudarme de departamento hasta dos veces por año.
Ahora, es un amor que surge de imprevisto, en las cosas más triviales o cotidianas que hay en nuestro correr diario.
Cuando nació nuestro primer hijo, el amor se me manifestó con un papá que, temiendo a ese bebé de 4 kilos, no dejaba de arrimar comida caliente o que acomodaba cinco almohadas rodeándonos para que pudiera amamantar lo más cómoda posible.
Cuando nació el segundo, lo descubrí en un papá que nos mudó de casa, con un bebé de un mes y otro de dos años, haciéndose cargo no sólo de los muebles y las cientos de cajas, sino también de una parturienta con más achaques de los esperados para una cesárea.
En los tiempos económicamente difíciles, encontré que se manifestó en los intentos por priorizar los gastos, por corregir nuestras malas costumbres como consumidores desordenados y, sobre todo, al mantener el buen ánimo, aunque no supiéramos cómo íbamos a pagar los recibos del mes siguiente.
En unas conchas de Tía Rosa, un café lleno hasta el copete, pararse por el cargador de mi laptop para que yo no me levante, en una escapada a almorzar para platicar sin los hijos presentes.
Encuentro el amor en un hombre que me regaña como papá, que me cuida de mí misma y siempre carga una chamarra de más (para no quitarle la suya).
En él que anticipa que si me subo a la mesa para apagar el abanico del techo, las aspas me van a pegar en la cabeza o que el cabello se me va a enredar antes de que pueda detenerlo.
Es el que, antes de salir de viaje, nos deja varios litros de leche para que no tengamos crisis a media noche y que pone el garrafón del agua para que no tenga que cargarlo sola.
Lo veo en él que revisa la ruta que debo seguir para llegar a un lugar que no conozco y me la explica como si tuviera su misma memoria fotográfica o que pretende manejar detrás de mí cuando venimos en carretera en carros distintos.
Ingenuo o no, cierto o falso, creo que el amor existe. Sé que el amor existe. Decido que el amor existe. Sino, ¿qué otro sentido habría en la vida?