Por Liliana Contreras Reyes
Desde antes de casarme, ya trabajaba. En lo personal, desarrollarme profesionalmente es una de las cosas que me hace sentir plena, segura y feliz. Amo mi trabajo y me siento afortunada al tener la oportunidad de hacer lo que me gusta. Lo decía Sartre:
felicidad no es hacer lo que uno quiere, es amar lo que uno hace.
Hay varias concepciones de felicidad que podrían complementar la idea anterior, porque sentirnos felices no es algo que se dé de forma constante, pero sí es una sensación general de bienestar y de sentirme capaz de resolver, de tolerar o de superar los momentos difíciles. Por ejemplo, para Jodorowsky ser feliz es “vivir cada día menos angustiado”. Mi concepto de felicidad en el trabajo se complementa.
Me explico. Amo mi trabajo, me encanta la psicología, me encanta trabajar con niños, me encanta aprender y ver cómo los niños van mejorando en sus habilidades. Sin embargo, si yo fuera a trabajar angustiada porque dejé a mi propio hijo en casa, no sería capaz de vivir plenamente esas 5 u 8 horas que paso en el consultorio o en la escuela.
Mis hijos conocen mi trabajo, comprenden a su manera lo que hago, les gusta acompañarme e, incluso, dicen que van a trabajar conmigo. Una que otra vez, me han preguntado porqué tengo que ir a trabajar o qué hago ahí. Les explico lo mejor que puedo y para ellos es normal o natural que tanto yo, como su papá, trabajemos.
En estos días, han estado planeando ir a conocer a Ryan (el niño de YouTube). La verdad yo ni sé si se pueda, pero les dije que vivía en otro país, que teníamos que pagar avión y hotel, que la mamá de Ryan nos tenía que dar permiso. Le mandamos un dibujo a Ryan para “invitarnos” a su casa. Les dije a mis hijos que necesitaríamos como 5 mil dólares y que tendrían que juntarlos para poder ir. Ni si quiera sé cuánto cueste el viaje, pero tenía que ser mucho dinero. Total. ChuyCarlos y Nico están decididos a trabajar. Van a vender nieve en la ruta recreativa. Como les encanta hacer planes, me dijeron que tenían que hacer lo siguiente:
1. Comprar muchas frutas: coco (piensan que la nieve blanca es sabor coco, aunque es de vainilla), bananas, uvas y muchas fresas.
2. Congelarlas.
3. Hacerlas puré.
4. Ponerlas en un cono.
5. Venderlas en la ruta recreativa a 8 pesos.
6. Ponerle a mi carro una foto de los conos.
Me gustó la idea porque: ellos saben que pueden trabajar y hacer algo que les gusta (nieve blanca), saben que con su esfuerzo pueden lograr algo que se propongan ( 5 mil dólares, que yo quisiera ganar), que pueden tener su propio negocio (están pensando en el nombre), que necesitan un medio de distribución (aunque sea un problema, mi carro) y, sobre todo, que no hay imposibles.
Nos faltan varias cosas por resolver: ¿con qué dinero vamos a comprar las frutas? ¿Cuándo vamos a completar el viaje? ¿Cómo se va a llamar la empresa? ¿Cuántos conos vamos a vender?
Lo que quiero decir es que, directa o indirectamente, mis hijos aprenden de nosotros, saben que el trabajar es algo digno, comprenden que uno lo hace por una motivación personal y, sobre todo, que deben sentirse felices.
Imaginen si expresáramos lo contrario: que no me gusta el trabajo, que voy a fuerza, que no tiene ningún impacto, que no me hace sentir plena o feliz.
Si próximamente ven a una mamá y dos niños vendiendo conos en pleno invierno, compren uno. Les prometo que, para entonces, ya habremos consultado cómo hacer nieve casera.